La vid es un arbusto que se comporta como una enredadera. En condiciones silvestres no forma un tronco diferenciado y no tiene capacidad para sostenerse por sí misma. Necesita algún tipo de soporte al cual amarrarse y por el cual poder trepar para conseguir que, en el sotobosque, sus hojas puedan llegar a captar la luz solar. En este sentido, le ocurre algo parecido a la hiedra o a las lianas que empleaba Tarzán para desplazarse por la selva de árbol en árbol.
En alguna zona de Italia, todavía quedan resquicios de vides cultivadas que se plantaban al lado de árboles (olmos, arces, álamos y fresnos principalmente) para que éstos les sirvieran como tutor. “Testuccio” se le denominaba a esta tipología de cultivo y constituyó el fundamento de la viticultura etrusca con vides de muchísimo desarrollo propia de zonas lluviosas y frescas. Obviamente, el cultivo de la vid en tales condiciones resultaría tremendamente costoso y las producciones obtenidas seguramente serían de calidad dudosa por el ambiente sombrío en el que se desarrollarían los frutos.
Con el fin de solventar estos problemas, a lo largo de miles de años de cultivo, el viticultor ha ido domesticando a la vid hasta conseguir darle un aspecto característico típico de cada zona vitícola que permitiera compatibilizar los hábitos de crecimiento de la planta con los requerimientos de un cultivo racional. Dicho de otra manera, la vid ya no es tanto una enredadera sino, más bien, un arbusto con un crecimiento dirigido y modulado y con un desarrollo vegetativo forzado a ocupar un espacio más o menos reducido. De alguna manera, le “hemos cortado las alas” para someterla a nuestra voluntad. Y según como “le hayamos cortado las alas”, la vid adquiere una forma u otra y se conduce en uno u otro sistema. Dado el carácter tan maleable de esta especie, casi se puede decir que cada uno de nosotros podríamos diseñar un sistema de conducción y de formación del viñedo particular. En principio, no habría más límites que los que nosotros quisiéramos respetar.
Comenzando por los sistemas de conducción más simples, en primer lugar estaría el conocido como “Vaso” en España, “Gobelet” en Francia, “Alberello” en Italia o “Arbolito” en Argentina y Chile. Es un sistema en el que las plantas no se apoyan sobre ningún tipo de soporte artificial, a lo sumo, un pequeño tutor al que amarrar el tronco. La forma de la planta la va modulando el viticultor a medida que, año a año, la va podando. El resultado final es una estructura con aspecto de candelabro más o menos compleja, que permite que las plantas se desarrollen en las tres dimensiones del espacio. Los vasos son sistemas de formación que se adaptan bien a suelos poco fértiles, donde la planta no presenta un desarrollo vegetativo desmesurado, y apropiado para variedades tipo Tempranillo que se adaptan a podas cortas (pulgares).
Pero no toda la viticultura mundial se asienta sobre suelos poco fértiles ni todas las variedades tienen unos hábitos vegetativos y productivos similares a los del Tempranillo. Se hacen necesarios, pues, otros sistemas de conducción y poda que se adapten a otros requerimientos y aquí, la cosa comienza a complicarse desde un “Doble Cordón Royat” en el que a las plantas se les obliga a adquirir una forma artificial en T y en el que todos sus brotes quedan situados dentro de un plano vertical limitado por tantos postes y alambres como se considere necesario hasta un complejo “Parral” típico de Rias Baixas y perfectamente adaptado a los caprichos del Albariño.
Y como ocurre con otros aspectos de la viticultura y de la vida misma, no hay un sistema de conducción que sea mejor que otro. Depende de las circunstancias (suelo, clima y variedad) de cada zona y de los objetivos productivos y enológicos que se persigan. Lo importante es elegir bien y más aún, acertar en la elección.
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