Hace 21 días que terminamos la vendimia y, con gran parte de los depósitos descubados, es hora de hacer el primer balance de esta extraña campaña.
Ha pasado el tiempo, pero el acontecimiento que todos tenemos aún en la mente es la helada que arrasó miles de hectáreas de viñedo en la mitad norte de España, desde Galicia hasta La Rioja. La onomástica de San Prudencio (28 de abril) será recordada como fatídica durante muchísimos años. Pues bien, esta helada, junto con la extenuante sequía, marcó el devenir de la presente añada.
Además de la pérdida de producción debida a que San Prudencio se empeñó en adelantar la vendimia más de cinco meses, la helada indujo una tremenda heterogeneidad en el desarrollo del viñedo. Tan es así, que, en una misma planta podían coexistir racimos en floración con otros con los granos del tamaño de un guisante y, más adelante, racimos con una maduración muy avanzada junto a otros que comenzaban a enverar. La incertidumbre era manifiesta y las decisiones que en cada momento había que adoptar en relación con el manejo difíciles de precisar ya que, afortunadamente, estas situaciones sólo ocurren muy esporádicamente y uno no está habituado a lidiar con ellas. Y todo ello unido a un estado anímico de total desmoralización ante unas expectativas de producción extremadamente rácanas.
Con estos mimbres, hubo quien decidió arrojar la toalla y rendirse anticipadamente, cosa que, a priori, podía resultar entendible: mucho gasto para poca uva.
Otros se refugiaron en aquello de que “lo que mal empieza, mal acaba” y consideraron que no merecía la pena seguir peleando por esta cosecha y que lo mejor era darla por perdida y dejar pasar el tiempo a la espera de la siguiente.
En nuestra casa, sin embargo, decidimos coger el toro por los cuernos y optamos por seguir manejando nuestros viñedos como si nada les hubiera ocurrido. Eso sí, había que hacer de tripas corazón para no caer en el desaliento ya que el trabajo desarrollado y el dinero gastado lucían poco.
A día de hoy, la realidad demuestra que hemos acertado plenamente: hemos tenido un nivel de producción discreto pero razonable, nuestro viñedo ha recuperado muy bien la vegetación perdida, podremos efectuar una poda casi casi normal y, lo que es más importante, Julio, nuestro enólogo se muestra muy satisfecho con la calidad de los vinos obtenidos.
La clave de esa buena calidad hay que buscarla en las atenciones prestadas a nuestros viñedos durante toda la campaña (¡¡¡como si no se nos hubieran helado casi 300 hectáreas!!!) y en la bondad de la climatología de la última semana de agosto y de todo el mes de septiembre.
A finales de agosto cayeron sobre 50 mm de lluvia que permitió que la uva ganara algo de peso y que las vides se reactivaran ya que la persistente sequía las estaba extenuando. Hasta entonces se vislumbraba en la uva bastante color y grado de alcohol probable elevado, pero los polifenoles de calidad no aparecían por ningún lado. La uva tenía por fuera un intenso color negro pero por dentro estaba completamente verde.
Pero llegó septiembre y las temperaturas se suavizaron. Dejó de llover -a la uva madura no le gusta el agua-, comenzó a arreciar el Cierzo, el termómetro descendió considerablemente durante la noche y el ambiente se tornó hostil para el desarrollo de la temida botrytis. ¿Qué más podíamos pedir? El grado alcohólico se atemperó y la uva comenzó a acumular color, taninos nobles y aromas limpios e intensos que luego fueron pasando al vino. En fin, una muy buena calidad.
Así, pues, visto el percal, ahora echamos la vista atrás y no nos arrepentimos en absoluto de las decisiones tomadas. Está visto que no siempre lo que mal empieza, acaba mal.
Y, para muestra, un botón.
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Gloria25 de Octubre de 2017 a las 18:39Me encanta la gente que no se desanima y tira para adelante Buen trabajo